Vuelta
a empezar... Vuelta a la frustración y al desasosiego. Otra puerta
que se cerraba en su camino por la razón de siempre, el miedo a
cruzarla. Después de tantas veces, Clarice debía estar acostumbrada
ya a ello; cualquier otra persona habría abandonado probablemente
hacía mucho. A ella sin embargo le podía la ilusión. Era ese
ímpetu arrebatador que le recorría las entrañas el que la empujaba
a intentarlo siempre una vez más. Pero, ¿acaso lo que ella hacía
podía llamarse siquiera intentarlo?
Por
lo general, cuando Clarice se sentía deprimida como en aquel
momento, daba un paseo por el centro de la ciudad. Le gustaba
deambular por las concurridas calles observando a la gente, sus
comportamientos, sus gestos; e incluso inventaba sus historias en su
cabeza. Llegaba hasta aquel viejo cine que habían restaurado hacía
un par de años, el cual conservaba el aspecto y estilo de un cine de
mediados de siglo. Le encantaba sentarse en los escalones de aquel
edificio. Allí solían poner películas antiguas y algunas actuales
en versión original. Se dedicaba a mirar los carteles, admirar los
rostros de sus artistas favoritos y soñar con que algún día,
alguien fuese allí a ver una de sus actuaciones. Sin embargo, pocas
veces había entrado en aquel lugar. No le gustaba ir sola al cine, y
además, la mayoría de las películas que proyectaban ya las había
visto cientos de veces. Iba allí en realidad como alguien
desesperado que busca un lugar de culto donde rezar sus plegarias,
donde meditar; una especie de templo.
Pero
contra todo pronóstico, no fue aquel lugar el que visitó aquel día.
El otoño había llegado a la ciudad con su manto gris ocupando el
cielo y los tonos marrones y amarillos borrando el brillo de los
árboles. Estos colores y las bajas temperaturas no eran lo más
apropiado para combinar con su estado de humor, por lo que ese día
prefirió ir a un lugar refugiado. Dirigió sus pasos pues a lo que
probablemente había sido siempre su segundo templo. El primero en
realidad durante muchos años, antes de su afición por el cine.
Caminó a paso ligero por las frías calles hasta llegar a la
biblioteca que había cerca de la avenida Leonardo da Vinci, donde
tenía la oficina su padre.
Llevaba
visitando aquella biblioteca desde que su memoria alcanzaba. La
primera vez que fue, tenía unos 5 años. Su madre la llevó mientras
esperaban a que Charles, el cabeza de familia, hiciera su entrevista
de trabajo para la empresa en la que estría trabajando hasta
entonces. Clarice hizo buenas migas con la joven bibliotecaria que
había aquel día, y a su corta edad le hizo su carnet de biblioteca.
Desde entonces, su madre la llevaba con frecuencia a aquel lugar que
parecía fascinar a su hija. Apenas sabía leer aún, pero se
entretenía mirando los libros infantiles y los dibujos de algunos
cuentos. Pero lo que más interesante le parecía a Clarise era el
ambiente que allí se respiraba. Estaba acostumbrada a escuchar
gritos en casa a todas horas. Sus padres, divorciados ahora desde
hacía 5 años, nunca llevaron demasiado bien su precoz matrimonio;
uno de los tantos matrimonios llevados a cabo más por los suegros
que por la propia pareja, obligada a casarse cuando una jovencita
queda embarazada. Tal vez, el ambiente que la niña respiraba en su
hogar hacía que aquel lugar le pareciera un paraíso, con todo ese
silencio y tranquilidad. Le parecía impresionante ver a la gente tan
concentrada en sus asuntos, absorta en libros y revistas, sin
importarle un bledo lo que ocurriese a su alrededor. Desde entonces,
ese fue su primer refugio.
Mientras
cruzaba la entrada de la biblioteca, aún resonaban en su cabeza las
palabras “Adelante jovencita”. Había cogido el autobús hasta el
antiguo barrio situado al este de la ciudad y después había ido
prácticamente corriendo hasta llegar a aquel local oscuro y
semivacío donde le harían su audición. No era la primera vez en
absoluto que se presentaba a una prueba. Desde que la interpretación
había llegado a su vida, su sueño había sido conseguir un papel en
alguna obra. Sin embargo, en aquella ocasión, igual que en las
demás, aquel monstruo la había atacado.
“Adelante
jovencita” dijo el hombre que se presentó como Gustave, un bohemio
que parecía salido de otra época con sus excéntricas ropas y su
boina. El hombre, que emitía un aroma un tanto almizclado le produjo
un leve dolor de cabeza en cuanto vino a saludarla. Ella se presentó
a Gustave, que iba a ser el director de la obra, y desde el primer
momento sus nervios fueron en aumento.
- Sudor
de manos, ¿eh? – le había dicho en cuanto ambos se estrecharon
sus diestras a modo de presentación – Tranquila, es de lo más
normal en estos casos.
Una
leve sonrisa fue lo que salió de Clarice a modo de contestación
ante este comentario, a pesar de que en su interior deseaba salir
corriendo y gritando hasta estar al aire libre y vomitar hasta
vaciarse.
Esta
vez Clarice iba decidida a vencer al monstruo, no dejaría que ganase
la batalla esta vez. Oh, no, esta vez no. Eso fue lo que se
repitió durante todo el camino y lo que llevaba repitiéndose desde
que había visto el anuncio de la audición.
La
vez anterior, se presentaba para Sueño de una Noche de Verano.
En un principio deseó hacer la prueba para el papel de Titania.
Adoraba al personaje, y le habría encantado verse disfrazada de
Reina de las Hadas. Pero de camino a la prueba, el bosque de Arden se
le vino grande, y pensó que tal vez sería mejor presentarse para el
papel de Helena. Algo más sencillo. Algo más… para ella.
- Adelante
Clarise – dijo la voz de aquella mujer, de la cual ya no recordaba
el nombre -. Paso al frente y comienzas con tu texto.
Pero
justo en ese instante, el monstruo volvió a la carga y se encargó
de que saliera de allí sin otro papel que el de fracasada deprimida
con toques de frustración y lágrimas.
Aquel
día de otoño, sin embargo, pensó que iba a ser distinto. Esta vez
se presentaba en serio, nada de recular. Iba a presentarse para el
papel de Lady Macbeth, el papel de sus sueños. Clarice se sabía el
papel al dedillo. No sólo porque le gustase la obra, sino porque
Lady Macbeth tenía todo lo que ella deseaba tener. No era
precisamente una mujer a la que admirar, pero tenía coraje,
valentía, era fuerte y segura; al menos antes de perder el juicio.
Llevaba
semanas ensayando el papel. Nunca en su vida se había lavado tanto
las manos como esa semana. Había ensayado caras y gestos estirados
frente al espejo, soñando con ser una mujer así durante un rato al
menos.
Pero
entonces ocurrió.
- Adelante
jovencita – dijo la voz del señor Gustave, dando paso a su
prueba.
Pero
allí estaba el monstruo para atacar de nuevo. Notó el sudor frío
que empezaba en sus manos, pero ahora recorría todo su cuerpo. El
monstruo se agarró a su garganta, obstruyendo las frases que tenía
en su cabeza. Le agarró las manos e hizo que empezasen a temblar y
después se revolvió en su estómago y le hizo un nudo en el pecho
evitando que pudiera respirar bien.
Intentó
luchar más que nunca, incluso consiguió que algunos sonidos
guturales saliesen de su garganta. Lady Macbeth era fuerte y luchaba
con su puñal contra el monstruo para intentar salir. Pero la
batalla, como siempre, fue perdida. Aquel monstruo mató a Lady
Macbeth y una lágrima resbaló por la mejilla izquierda de Clarise,
dejando tras de sí un leve rastro negro del lápiz de ojos que había
utilizado para resaltar su mirada.
Notaba
la preocupada mirada del señor Gustav, y las frías e impacientes
miradas del resto de candidatos que esperaban para la audición.
Algunos murmuraban, otros reían por lo bajo. Pero ella simplemente
sentía al monstruo. Miedo, terror, agonía.
- Lo
siento…
Fueron
las únicas palabras que consiguió emitir con un débil hilo de voz,
y acto seguido salió corriendo. Huyó de los monstruos que la
perseguirían siempre, aquellos caníbales que se alimentaban de sus
personajes y que robaban sus sueños.
Con
todo esto en su cabeza, llegó a su sección favorita de la
biblioteca: Teatro Clásico. Dio un paseo por la zona, visitando
aquellos cadáveres que había ido matando uno a uno en sus miedos,
como si de una tragedia de su época se tratase. Tras un par de
vueltas, decidió que aquel día sería mejor cambiar de tema un
poco; al fin y al cabo había venido a despejarse, no a hundirse más
aún en su miseria.
Pasó
por la zona infantil, que le trajo gratos recuerdos de sus primeros
años en aquel paraíso de palabras, pero no era esta zona para
alguien como ella a estas alturas de su vida. Continuó su paseo por
el lugar y vio la zona de Novelas Victorianas, la zona favorita de
las feministas que sentían tanto odio por los hombres, mujeres que
leían novelas en las que su heroína acababa casada con alguien a
quien no soportaban, pero que por arte de magia acaba siendo el
príncipe azul (pero jamás con ese nombre, pues los príncipes
azules no existen, son una abominación del sistema que envenena las
mentes de las jóvenes féminas). Jamás había entendido muy bien la
gracia de este tipo de novelas, y mucho menos a sus lectores
(lectoras en su 80%).
Una
chica que estaba leyendo uno de los tal vez miles de ejemplares y
ediciones de Orgullo y Prejuicio se le quedó mirando con una
cara extraña. Entonces Clarise recordó que había llorado y que
debía tener la cara manchada de maquillaje y se dirigió al baño.
En su camino tropezó con alguien, ya que iba mirando hacia abajo
para que nadie viera su cara. Ni siquiera se fijó en la persona con
quien había chocado, se limitó a pedir una leve disculpa en un
susurro y continuó su camino hacia el baño. No quería que más
gente allí viera su aspecto, debía parecer un mapache en aquel
momento, y lo que menos quería era llamar la atención.
Salió
del baño y suspiró algo más relajada y se dirigió a la zona de
Misterio; una zona que había visitado en raras ocasiones. No había
demasiada gente, y la que había parecía bastante ensimismada en su
lectura, y ello le gustó. Sólo una persona deambulaba igual que
ella por la misma zona, en busca probablemente de alguna nueva
lectura en la que adentrarse.
No
le conocía, ni tenía nada de especial; sin embargo algo le llamó
la atención, pero ni siquiera sabía qué era. Empezó a fijarse en
qué libros estaba mirando, y vio que buscaba algo entre las novelas
de Stephen King. Estuvo a punto de decirle algo, por entablar
conversación. Pensó pedirle consejo, ya que no había leído
demasiadas novelas de ese tipo y tal vez pudiera ayudarla a elegir.
Pero ese pensamiento duró unos escasos segundos, acto seguido se
esfumó y pensó que aquello era una biblioteca, y que la gente rara
vez va a un lugar así a entablar conversación. Además, tal vez
tampoco tenía ni idea de aquellos libros. Había sido una idea
absurda.
Dio
un par de vueltas, pero al no conocer demasiado el tema al fin se
decidió por coger uno de los pocos que conocía, Muerte en el
Nilo de Agatha Christie; seguramente guiada por esa fuerte
tendencia humana de agarrarse a lo que uno conoce o al menos ha oído,
en vez de apostar por lo desconocido.
Observó
el libro con detenimiento, como si éste fuese a revelarle si su
lectura fuese a merecer la pena o no. En la portada se leía el
título y el nombre de la escritora en letras grandes y blancas sobre
un fondo negro, y debajo había una foto de una pistola y un par de
joyas. “Qué original…”, pensó Clarice, ya que todas las
novelas de ese estilo parecían ser iguales a su parecer. A pesar de
ello, se sentó en un lugar apartado de la mayoría de lectores y se
dispuso a comenzar su aventura por el Nilo. Ojalá el viaje y el
misterio le despejaran un poco la cabeza; al fin y al cabo, cualquier
lectura ayuda a despejar la mente.
[Continuará...]
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